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Cuando nuestra historia nos golpea.

Ernesto, un hombre de 63 años, justo antes de entrar a nuestra reunión semanal recibió la llamada de su pareja. Después de un rato de hablar con ella, se integró al encuentro: “Perdón por el retraso, no hay novedades, ¡claro que volvimos a discutir, pero esta vez le dije que hasta aquí llegamos! Otra vez insiste en que lleva horas buscándome y que yo no le contesto sus mensajes”.


Esto era algo que Ernesto hacía con frecuencia, ignorar las llamadas de su pareja porque le molestaba sentirse vigilado. De la misma manera, dejaba de escuchar lo que el grupo tenía que decirle en algunos encuentros y se defendía de cualquier intervención por atinada que fuera. Para los participantes, su discurso, se había convertido en una melodía muy predecible: “¡no… no lo veo así, no le encuentro sentido!”.


Durante su infancia Ernesto sufrió de violencia física. Su madre, una mujer agresiva, lo amedrentaba con un cinturón, había momentos en que perdía los estribos y las golpizas llegaban a causarle daños importantes en el cuerpo. La última que recuerda, le dejó lesiones en la mano derecha. Hoy, cada vez que ve sus cicatrices evoca haber sido: “un niño mal portado”. Su padre viajaba mucho y casi no estaba en casa. Sin embargo, en repetidas ocasiones mostró su desaprobación por el tipo de educación tan rígida que su esposa ejercía, aunque tampoco hizo nada determinante para frenar sus abusos.


Los niños necesitan sentirse protegidos y seguros con sus padres o figuras de amor representativas, pero cuando esto no ocurre, se crece con mucha incertidumbre. La incapacidad que se tuvo para establecer una base confiable provoca, entre muchas otras cosas, una limitante para establecer vínculos cercanos.


Complementa la lectura con la reflexión final de la Dra. Ruiz de Otero, en audio o video.


El maltrato surge, en la mayoría de las veces, ante la incapacidad de los padres para establecer límites y poderlos trasmitir de forma efectiva. Frente a la desesperación de sentirse ignorados por sus hijos, como seguramente es parte de su historia, recurren a actos violentos con tal de hacerse notar por ellos. Encuentran en la brutalidad una manera de educar y de corregir lo que su discapacidad emocional no les ha permitido permear de otra manera. Dejan marcas que les recuerden a sus hijos que existen en sus vidas y, que por lo tanto, les deben sumisión.


La angustia que sufre quien es maltratado no únicamente obedece a los actos coléricos en su contra, también aparece a consecuencia de la culpabilidad que le provoca sentir que no fue lo suficientemente “bueno” para ser amado por sus padres, por el contrario, interpreta que lo que provoca es furia y violencia.

Ernesto habló en la sesión del problema que tuvo con su pareja, pero también dijo, que lo que realmente lo tenía molesto era la actitud de su jefa. Recientemente ella le había pedido un reporte que mostrara el presupuesto con el que contaban para invertir en un proyecto. En ese momento, él consideró atender otras prioridades, eludiendo que aquello que le solicitaba su jefa era de carácter delicado. Su descuido lo retrasó y finalmente realizó el reporte con prisas cometiendo varias omisiones. Hoy por la tarde presentó el documento ante una comitiva, misma que se molestó al ver los errores que incluía. Ernesto se sintió incómodo, intentó defender lo indefendible, pero lo que más le dolió fue que su jefa no lo haya protegido. Ella le pidió que saliera de la sala, y ya en el pasillo le mostró su disgusto, pero también, le regaló 24 horas para corregir la presentación.


Nos confesó que aunque él supo siempre que el reporte que entregó era deficiente, aun así, pensó en mostrarlo, asumiendo que podía justificar su negligencia. Le quedaban ya pocas horas para avanzar en sus correcciones, pero el enojo y la frustración no lo dejaban concentrarse.


El grupo no comprendía la razón de su conducta. Por un lado, les pareció confuso que se hubiera expuesto de esa manera, cuando él sabía, que ese trabajo estaba mal hecho, pero por el otro lado, tampoco se explicaban el por qué aún no había puesto manos a la obra en el remedio.


Ernesto repetía sin darse cuenta los mismos patrones adquiridos en su infancia: él se colocaba, una y otra vez, de forma involuntaria, en el lugar de los cinturonazos. Es decir, sin que él pudiera evitarlo, agredía a otros, con su indiferencia, con su rechazo o con su falta de compromiso, para entonces provocar de vuelta el maltrato que en el pasado lo marcó. Es como si Ernesto se hubiera “comido” una parte de la agresión que tanto lo amenazaba para sentirse parte de ella y no verla como un agente externo que lo amenazaba. Así que por un lado actuaba esa agresión de forma pasiva, pero por el otro lado, también se encargaba de que el mundo lo azotara. Esto quiere decir, que cuando nuestro Yo se percibe rodeado de un mundo sumamente cruel, en lugar de enfrentarse a la hostilidad, mejor opta por integrarla a sí mismo: si no puedes con el enemigo, únetele.


Pero, ¿de dónde surgía la necesidad casi sádica y masoquista de seguir repitiendo aquello que tanto lo lastimó en su pasado?


Cuando quien se supone debería de habernos amado, nuestra madre, en lugar de eso nos golpeó, provoca una contradicción interna que atrapa nuestra vida. Más adelante, resulta difícil saber: “¿qué es el amor?, ¿cómo se siente?, ¿por qué hay momentos en que encuentro en el maltrato un goce silencioso?, ¿son los golpes la confirmación de quien me ama?”.


Ernesto traía a valor presente, lo que había ocurrido en su pasado, ligaba, sin percatarse, la cara de quien lo golpeaba con la cara de quien hoy lo miraba con cariño, pero para él, era difícil distinguir una versión de la otra. Recibir afecto es algo que se aprende, pero cuando en la vida no nos lo enseñaron, cuando aparece lo atacamos, como atacaríamos cualquier fenómeno desconocido para nosotros.


Al entregar un mal trabajo, al evitar ser encontrado por su pareja, así como su negativa de escuchar al grupo, era la forma en la que él convertía el cariño en golpes para sí mismo identificándose con su papel del “niño mal portado”. Para él era muy difícil darse cuenta de que lo que todos buscaban, contrario a su madre, era cuidarlo y protegerlo.


El grupo lo pudo advertir y colocaron frente a sus ojos los espejos suficientes que lo hicieran descubrir la incapacidad que tenía para ponerse a salvo y recibir el cariño bien intencionado, en cambio parecía que buscaba el maltrato.


El haber vivido una experiencia tan fuerte como lo es el abuso físico en la niñez, genera un patrón intenso de repetición. Es una manera de elaborar lo ocurrido sin tener que enfrentarse de manera consciente a ello. Repetir es una defensa contra las emociones que nos vivimos incapacitados para tolerar. Estos traumas, que en Semiología de la Vida Cotidiana llamamos nudos de significación, generan etiquetas de las cuales nos resulta difícil desprendernos. Sin advertirlo, las buscamos y nos colocamos en situaciones de peligro que nos hagan sentir un extraño tipo de amor. O quizá, la sensación de que esta vez sí tenemos la opción de defendernos.


La experiencia de Ernesto tomó forma en la cámara del espejo grupal. Los participantes pudieron percatarse de cómo se golpeaban a sí mismos, al traer al aquí y al ahora, lo que no habían tolerado del allá y el entonces. Así fue lo que compartieron:

“Me doy cuenta de que al no respetar el secreto que mi hija me confió, le estoy siendo infiel, de una manea equivalente a como mi padre le fue infiel a mi madre con otra mujer”. “Cuando veo a mi esposo incapacitado para digerir nuestras discusiones, me desespera, no tolero que quiera seguir dándole vueltas al asunto. Entonces provoco que me retire el habla, y me siento igual de agredida que cuando mi padre me gritaba”.
“Perdóname, sé que lo que te dije te lo pude haber dicho de otra manera, ahora que me lo hicieron ver, me descubrí tan soberbia como mi madre”.


El espejo de la técnica grupal

Uno de los objetivos de la dinámica de Teatros Mentales es que los integrantes del grupo puedan observar en qué posición se colocan una y otra vez, deseando inconscientemente resolver sus cuentas pendientes. Descubren los beneficios de ir de la mente a la acción, para después regresar a la palabra. Participar o ver la escena les permite expresar lo que el otro les provoca: coraje, aburrimiento, desconfianza, molestia, la necesidad de rescatar, desesperación, frustración, o cualquier emoción que se despierte. Aprendemos que al comunicarlo dejamos de actuarlo y aunque podemos no estar de acuerdo con el otro, tenemos el derecho a expresar cómo nos sentimos, ya que para eso está el grupo.


Todos podemos vernos reflejados en estos espejos…

La experiencia de Ernesto, si bien es estremecedora, no es ajena a ninguno de nosotros. La compulsión a repetir nuestra historia nos sacude sin que muchas veces podamos hacer algo al respecto. Hacernos consciente de ello nos permite darnos cuenta de que en ocasiones podemos reaccionar frente alguna persona de la manera en que reaccionaríamos frente a nuestros padres o incluso frente algún hermano, pero que nada tiene que ver con lo que nos ocurre en el presente. Por lo tanto, resulta inútil seguir propiciando lo que hace tiempo quedó atrás.

Complementa la lectura con esta reflexión en audio o video.



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¿Una persona que fue maltratada en la infancia tiende a maltratar a otros? ¿Cómo el maltrato en la infancia y un Autoconcepto devaluado podrían estar relacionados? ¿Consideras que la infancia se vuelve determinante en la vida de una persona o existe la posibilidad de reconstruir su significado?


Referencias Bibliográficas

  1. Ruiz, A. (2017). Curso II, Huella de Abandono. Instituto de Semiología, S.C. https://semiologia.net/curso-ii-huella-de-abandono/

  2. Ruiz, A. (2017). Curso VIII, Semiología de la Muerte. Instituto de Semiología, S.C. https://semiologia.net/curso-viii-semiologia-de-la-muerte/

  3. Freud, A. (2004). Pegan a un niño. Paidós: México.

  4. Ferenczi, S. (1909). Introjection and transference. London: Karnac Books, 1980.

Texto: Natalia Ruiz

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